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Traicionado y esclavizado 8
Escrito por Jorge Jog

A media mañana los trabajadores tenían derecho a un descanso de 15 minutos -que siempre se prolongaba algo más-, para comer un snack y beber algo. Naturalmente los esclavos no teníamos derecho a nada, pero Fernando, en su línea, nos concedía también a nosotros ese privilegio. Ello también irritaba sobremanera a mis compañeros, y, de hecho, mientras salíamos al pequeño patio privado que había en un lateral del supermercado, Luis le dijo a Carlos, con clara intención de que yo lo oyese:

-No sé por qué tenemos que aguantar que a los esclavos se les trate igual que a nosotros. No sé a qué aspira Fernando. No deberían tener derecho a descansar ni a comer ni a nada.

-Desde luego -corroboró su compañero-, si me dejaran a mí yo sí que iba a saber cómo tratar a esta escoria, jajaja…

Rojo de indignación me volví con la intención de encararme con ellos. Pero entonces David, que salía en ese momento, me tomó del brazo y, con firmeza, me alejó de allí. Fue una verdadera suerte para mí. Enfrentarse a un hombre libre podía traer muy serias consecuencias a un esclavo y, en mi caso, no quiero ni imaginar las cosas terribles que Jose me podía haber hecho de llegar a sus oídos.

David me condujo a una esquina del patio, lo más alejados posibles de nuestros compañeros, y allí nos sentamos.

-Tienes que hacer un esfuerzo en ignorar a esos dos -me dijo-. Son unos verdaderos capullos. ¿Sabes que antes de llegar aquí Fernando solían mandarnos a los esclavos hacer tareas que les correspondían a ellos, aprovechándose de la norma de que un esclavo tiene que obedecer siempre a un hombre libre? Fernando, que es un tío increíble, acabó con todo eso, pero están muy resentidos. Evítalos, porque si te cruzas con ellos puedes esperar un empujón o una zancadilla disimulados. No se atreven a enfrentarse a Fernando, pero a sus espaldas hacen lo que pueden.

Suspiró y continuó:

-Mira, para que te hagas una idea de qué tipo de gente son, te contaré algo. Hasta la semana pasada trabajaba aquí un chico llamado Julián, un esclavo -supuse que era de quien Jose me había hablado-. Era más mayor que nosotros, muy delgado y estaba mal de salud. Su dueño lo trataba realmente mal y, por lo visto, finalmente le dio tal paliza que lo dejó parapléjico. Supongo que a estas alturas ya lo habrán matado. Lo sentí mucho, era un buen hombre, y no se merecía acabar así. Bueno, nadie lo merece. Pues bien, ¿sabes lo que dijeron estos dos cuando se enteraron? Que “qué bien que por fin le habían dado su merecido a aquel bujarra” y que “había que hacer lo mismo con todos los putos maricones”.

Realmente en shock por lo que David me contaba, me volví y miré de lejos a mis dos compañeros. Dos chicos muy jóvenes, no tendrían más allá de 22 años, sanos, guapos… ¿cómo podían ya llevar tanto odio y crueldad dentro? ¿Cómo podían ser tan inhumanos? ¿En qué se estaba convirtiendo aquella sociedad?

El pensamiento, unido al hecho de estar hablando normalmente con otro ser humano de nuevo, trajo lágrimas a mis ojos. Intenté contenerlas, pero David lo notó enseguida:

-¡Eh! ¡Eh! -me dijo poniendo una mano en mi hombro-, ¿estás bien? -Asentí como pude, no quería que pensara que era un llorica. Él sonrió y me dijo, señalando mi cara:

-Supongo que llevas poco tiempo como esclavo, y parece que a ti tampoco te trata muy bien tu dueño, ¿no? -bajé la mirada, sintiéndome muy avergonzado por mi aspecto-. Bueno -se encogió de hombros él-, te acostumbrarás, no te preocupes.

En ese momento reparé por primera vez en lo atractivo que era David. Muy joven también, tenía 25 años, tenía un rostro realmente hermoso, con unos increíbles ojos verdes. Su depilado cuerpo, por otra parte, era perfecto y me pareció que lo trabajaba regularmente. Continuamos hablando, contándonos un poco nuestra vida. Su historia había comenzado de una forma aún más trágica que la mía. Lo había denunciado su propio padre. Se enteró de que se estaba viendo con un chico y, en un arranque de cólera, llamó a la policía para que los pillara in fraganti. Luego se arrepintió y trató desesperadamente de anular la denuncia. Sin embargo, la maquinaria policial ya estaba en marcha y, naturalmente, no se lo permitieron. Después trató de que le asignaran como dueño de su hijo, pero el juez, sospechando que la esclavitud de David en manos de su padre iba a ser una pantomima, también se lo denegó. Al final David fue subastado y, afortunadamente, tuvo suerte. Lo compró un señor mayor, claramente homosexual reprimido, que rápidamente se había enamorado de él. Me contó que nunca se había atrevido a tocarlo, pero que, dentro de que mantenía la dinámica amo/esclavo con él, era muy tolerante y le permitía muchas libertades impensables para otros esclavos. De hecho, si estaba trabajando allí había sido por insistencia de una hermana de su dueño, que ejercía bastante influencia sobre él y le había instado a hacer de alguna forma que su esclavo le reportase alguna ganancia. También me dijo que no guardaba rencor a su padre. Después de ser detenido lo había visitado varias veces llorando, suplicándole que le perdonase. Aún, de hecho, lo visitaba de vez en cuando -era una de las cosas que permitía su amo-, y le aseguraba que algún día lo liberaría y lo compensaría por su error. Me sorprendió la filosofía y madurez con que David se tomaba la vida, muy impropia de un chico de su edad. Lo envidié profundamente por ello, me hubiese encantado ser así y no un mero pelele de mis emociones y miedos.

Sonó un timbre en el patio y todos nos apresuramos a volver a nuestro trabajo. El resto de la mañana transcurrió sin incidentes, aunque sí me resultó curioso escuchar algunas conversaciones de los clientes, mientras hacía mis tareas. Por ejemplo, en un momento dado, un cliente que estaba comprando y al que acompañaba su esclavo, maduro y un poco patoso, le dio a este un fuerte empujón que lo tiró al suelo, exasperado por su torpeza. Viendo esto, escuché decir a una señora mayor en voz baja a otra que la acompañaba:

-Yo no termino de ver que esto sea muy cristiano, la verdad…

-Pues yo hablé de ello con el padre Manuel -repuso su compañera- y me dijo que Dios hace al hombre libre, pero que luego el hombre se hace esclavo por sus pecados. Y entonces no había nada malo en que, al que ya era esclavo, sobre todo de pecados tan graves, se le tratase como tal y se hiciera que fuera útil a la sociedad.

“Estupendo”, pensé, “un cura retorciendo la moral para justificar lo injustificable. Lo nunca visto”.

En otro momento escuché la conversación de una pareja. La mujer le estaba reprochando a su marido que no denunciase por homosexual a su hermano, quien parece que se había llevado la mejor parte en la herencia de sus padres:

-Si no fueras tan cobarde y lo denunciaras, sería nuestra la casa de la playa. Y además Enrique sería nuestro esclavo. ¡Me iba a encargar bien de bajarle los humos, jajaja…!

-Luci, por Dios -le contestó él-. Es mi hermano. Además, no tengo ninguna prueba. ¿Sabes que si hago una acusación que no puedo probar puedo ser yo el que acabe esclavizado?

Su mujer hizo una mueca con la que parecía decir: “¡Tampoco se perdería mucho!” y continuó:

-¿Pruebas? ¡Como si hiciese falta alguna prueba de que ese imbécil engreído es maricón…!

Se alejaron y no pude seguir escuchando. Me pregunté si el tipo sentía de veras alguna lealtad por su hermano o solo temía lo que le podía pasar si hacía una denuncia sin pruebas.

A las 3 en punto Fernando vino a buscarme y me dijo que mi amo me esperaba en el aparcamiento. Busqué con la mirada a David, quería despedirme de él, pero no estaba cerca en aquel momento y temía la reacción de Jose si le hacía esperar. Así que, con tristeza, salí al aparcamiento y me dirigí a donde estaba mi dueño, apoyado en el coche mirando el móvil. Cuando llegué quise saludarlo, pero no pude emitir sonido alguno. El collar se activó y me dio una dolorosa descarga. Jose lo vio y me dijo:

-Sí, he vuelto a programar el collar para que no te permita hablar y seguiré la misma dinámica todos los días de trabajo. La verdad es que echo de menos nuestras charlas, siempre fuiste muy buen conversador, pero en las actuales circunstancias no me parece oportuno que hablemos informalmente como si fuéramos iguales. Y si no puede ser así, lo único que puede salir de tu boca son reproches o lamentos, que no tengo ningún interés en escuchar, así que prefiero que estés calladito.

Lo maldije una vez más con todas mis fuerzas, aunque guardándome bien de que lo notara y, a su orden, me metí en el maletero.

El resto de la semana fue más o menos similar, excepto por el hecho de que me di cuenta de que David estaba más y más en mi pensamiento a todas horas, y que esperaba con ansia los 15 minutos en que podíamos estar juntos cada mañana. ¿Me gustaba realmente ese chico? ¿Me estaba enamorando?

Jose me ignoró bastante esos días, afortunadamente, y en ningún momento planteó algo parecido a lo del fin de semana anterior, supongo que en parte porque estuvo muy ocupado. Pero el viernes, cuando llegamos a casa del supermercado, me anunció:

-Esta tarde van a venir dos amigos a ver el partido. Prepara cosas de picar, que podamos ver frente a la tele y algo de beber.

Sentí que se me aceleraba el corazón. Era la primera vez que iba a estar en casa de Jose gente a la que no conocía. ¿Cómo serían sus amigos? Tuve un mal presentimiento…

Continuará?...


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Traicionado y esclavizado 8 es un relato escrito por Jorge Jog publicado el 26-06-2022 13:31:22 y bajo licencia de Creative Commons.

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