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Ojos vendados
Escrito por Sonia VLC

Todo mi cuerpo se puso en tensión cuando oí el sonido de la puerta al abrirse. Mis ojos trataron de ver en la oscuridad a través del pañuelo que los cubría, pero fue inútil. Escuché sus pasos cuando entró en la habitación, y luego la puerta al cerrarse. Deseé poder ver su expresión la primera vez que me mirara, pero sabía que a aquellas alturas del juego, sólo vería lo que él quisiera que viera, y sentiría lo que él deseara hacerme sentir.

Mi respiración se aceleró a medida que lo intuía más y más cerca. Esperaba que me hablara, que me tocara… algo. Pero no lo hizo. Empezó a moverse por la habitación sin dar muestras de haber notado mi presencia. El silencio y la espera, la inactividad, empezaban a crisparme. Llevaba un buen rato inmóvil y a ciegas en la postura en la que él me había ordenado esperarle. Sentada en el borde de la cama, con los ojos vendados y las manos atadas a la espalda.
Un sujetador negro dejaba mis pechos casi al descubierto, y me había recogido la falda hasta permitir que mi culo descansara directamente sobre la colcha. No llevaba bragas, pero un juego de bolas chinas llenaba mi coño, y la anilla, que permitía extraerlas, colgaba entre mis piernas, enfundadas en medias negras sujetas por un liguero. Un collar de cuero negro, con la placa sin grabar, rodeaba mi cuello, y la correspondiente cadena colgaba a mi espalda.
Se acercó y me rozó un pezón metiendo los dedos por dentro del sujetador. Fue una caricia rápida, insatisfactoria, que acabó con un pellizco, como si la hiciese sólo para recordarme su presencia. Luego volvió a alejarse y empecé a escuchar sonidos a mi alrededor. Plásticos, papeles, puertas y cajones que se abrían y se cerraban. Me esforcé por tratar de adivinar qué estaba haciendo en cada momento. Era una forma de aliviar la oscuridad que me invadía. Supuse que estaba desempaquetando los objetos que me había ordenado traer.

La fusta, las pinzas, el vibrador y el tapón anal estaban adecuadamente colocados sobre la mesa según sus instrucciones, bien alineados y empaquetados. Pero por muy meticuloso que fuese, aquellos juguetes no justificaban el tiempo que les estaba dedicando, ni explicaban parte de los ruidos que escuchaba. Me preguntaba con qué pensaba sorprenderme.

Durante años, fantasías de sumisión habían ocupado mi mente. Había necesitado un amo que me enseñara el verdadero placer de la entrega, que canalizase mi placer, mi dolor, mis deseos más ocultos, y nunca había creído que lo encontraría. Pero entonces él había aparecido y yo había absorbido cada una de sus palabras. Había obedecido cada una de sus órdenes y cumplido los castigos que me había impuesto en la distancia. Tenía una forma extraña de adelantarse a mis deseos, de descubrirme nuevos matices que quizás no habría llegado a conocer por mi misma.
Al cabo de unas semanas, mi mayor deseo y mi mayor temor era acudir a él. Entregarle tanto placer y tanto dolor como pudiese desear de mí. Una sombra de miedo estaba presente en cada uno de los pasos que daba hacia él. Cuando tenía tiempo para pensar, las dudas llenaban mi mente, cuestionaba mis deseos, mis necesidades, mis certezas. Las noches se llenaban de momentos en los que mi cuerpo se desesperaba por estar con él y mi mente juraba que no volvería a contestar a una sola de sus llamadas. En el fondo, siempre fui perfectamente consciente de que, si él decidía llamarme, no podría dejar de resistirme.

Y por fin, la llamada llegó, sorprendiéndome cuando menos la esperaba. Los últimos días antes de acudir a él fueron frenéticos. Al principio me invadió la indecisión. Pensé en poner alguna excusa, en resistirme, en abandonar aquel juego de una vez, en renunciar de una vez a todas mis fantasías, pero no pude. Después de días de romperme la cabeza, por fin llegó la calma. Aún no sé cómo tomé la decisión. Sólo supe que debía intentarlo, que no podía renunciar a mi sumisión incluso antes de mi primera sesión real. A partir de ese momento, me invadió una extraña sensación de irremediabilidad, como si todas las decisiones estuvieran tomadas y fueran irrevocables.

Localizar la mayor parte de las cosas que él me había ordenado llevar a la cita fue sencillo. El problema llegó en el momento de buscar las que sólo podía encontrar en un sex-shop. Nunca había entrado en ninguno y era algo que me daba bastante reparo. Él lo sabía perfectamente y por eso me lo había exigido. Sólo conocía dos, uno en cada punta de la ciudad. El primero en un barrio de las afueras, y el segundo en una de las calles comerciales del centro. Mi primera opción fue el de las afueras.

Aparqué el coche unos metros antes de llegar, y caminé por la acera mirando los escaparates. Por lo que yo podía recordar, era un lugar discreto, sin nada escandaloso en el escaparate que llamase la atención sobre el tipo de establecimiento que era hasta que te fijabas. Llevaba meses sin pasar por aquella calle, y mi sorpresa fue mayúscula cuando encontré una tienda de ropa de bebé en el lugar en el que antes se encontraba el sex-shop.
Me quedé de pie delante del escaparate, con la mirada clavada en los baberos bordados con ositos y conejitos de peluche mientras un par de señoras mayores salían de la tienda y me saludaban con sonrisa de complicidad. Mis pensamientos no podían estar más lejos de aquella tienda. Lo único que se me venía a la cabeza era que no me quedaba más remedio que intentarlo en el otro, en el que tenía más posibilidades de que algún conocido me viera entrar o salir.
Me consolé pensando que a aquellas horas sería difícil que hubiera mucha gente en aquella zona, y volví a meterme en el coche. Aquel sí estaba abierto. Lo sabía de sobra. Todas las semanas pasaba frente a él por lo menos una vez. Era una calle peatonal y tuve que dar un largo paseo antes de llegar. Miles de pensamientos cruzaban mi cabeza a toda velocidad. Una y otra vez me decía a mí misma que lo mejor que podía hacer era dar media vuelta y olvidarlo todo, pero no me sentía capaz de hacerlo.

De alguna manera, seguí andando, y cuando llegué ante la puerta, giré para entrar sin pararme a mirar siquiera si estaba abierto. En cuanto entré, respiré aliviada. Una vez dentro, me sentía relativamente a salvo. No era el lugar oscuro y siniestro que me había imaginado. Estaba completamente pintado de blanco, iluminado con focos blancos que le daban un aspecto completamente aséptico, pero ni aun así se disimulaba lo pequeño del lugar. Frente a mí se alineaban tres estanterías con películas de vídeo. En el centro del local ocupaban el lugar protagonista dos vitrinas cerradas.
Después de un par de segundos, me atreví por fin a dar un paso adelante y mirar con más calma. Mientras avanzaba hacia las vitrinas, un hombre se escabulló hacia el fondo del local, pasando junto al mostrador en el que un hombre de unos cuarenta años, con aire de aburrido, leía una revista. Levantó la vista para mirarme un momento y, sin dedicarme más que un minuto, volvió a centrarse en su lectura. No esperé más y me camuflé detrás de una vitrina mientras empezaba a buscar lo que necesitaba.
Eché un primer vistazo. Miré, pero realmente no vi lo que había tras el cristal. En un primer momento sólo me fijé un montón de detalles de esos que se regalan en las despedidas de solteros: biberones con la tetina en forma de pene, bandas con un par de tetas estratégicamente colocadas… pero estaba demasiado nerviosa. Tuve que volver a mirar antes de ver realmente lo que se exhibía.
Colocados uno junto al otro, había una amplia colección de vibradores. Varias docenas, de formas, tamaños y colores diferentes. Algunos, incluso, eran sólo un soporte al que podían aplicarse distintos accesorios. Los estudié durante unos minutos, preguntándome cuál debería llevarme. No estaba segura de cómo lo querría mi Señor, y no sabía si yo sería capaz de admitir alguno de aquellos enormes penes. Por fin me decidí por uno de tamaño medio, con la forma y el color de un pene natural.
Busqué la forma de abrir la vitrina y cogerlo, pero no tardé en darme cuenta de que estaba cerrada con llave. Dirigí una mirada fugaz hacia el encargado y me ruboricé mientras me hacía a la idea de que tendría que pedírselo. Retrasé el momento todo lo posible, mientras trataba de localizar el resto de las cosas que necesitaba. En la parte más baja de la segunda vitrina encontré el tapón anal. Esta vez sólo había dos modelos para elegir y, al menos para mí, la elección era bastante evidente.

El primero no era muy largo, pero tenía una anchura considerable. A primera vista, tenía un aspecto bastante amenazador, negro, sólido, hasta cierto punto agresivo. Me costaba pensar que sería capaz de aceptarlo en mi interior. El segundo, colocado junto a él para que el posible comprador pudiera comparar y elegir sin dificultad, era más delgado, aunque también más alargado. En principio, este último habría sido mi elección, pero su color rosa brillante y la purpurina que lo cubría me hicieron desistir. Estaba dispuesta a permitir que me sodomizaran, pero en ningún caso con un tapón anal rosa.
Seguía buscando en el interior de la vitrina cuando un hombre y una mujer entraron en la tienda. Por su conversación, no tardé en deducir que eran dos compañeros de oficina buscando un regalo para un amigo común que se casaba en pocos días. Encontré la fusta que necesitaba entre una selección de lencería de cuero, pero acabé desistiendo de encontrar por mí misma el resto de los objetos que necesitaba. Hice acopio de toda la calma y la indiferencia que pude atesorar y me acerqué con paso firme hacia el encargado.

- "Perdone, ¿le importa…?"

No hizo falta que dijera más para que el hombre se levantara llave en mano y se acercara a la vitrina. Me sonrió y me preguntó qué modelo quería. Le devolví la sonrisa como pude y le indiqué el que había elegido. Estaba a punto de dirigirse hacia la caja registradora cuando le indiqué que también deseaba algo del segundo expositor. Localizó el tapón anal y, antes de darme la fusta, me informó amablemente de que también tenía látigos en el almacén. Le agradecí el detalle, pero le aseguré que con la fusta era suficiente.
En ese momento, mientras nos dirigíamos al mostrador, me di cuenta de que los dos oficinistas habían dejado de buscar su regalo y no me quitaban ojo de encima. Fingí indiferencia y con todo el aplomo del mundo, pregunté al encargado si tenía bolas chinas. No sólo tenía, sino que me permitió elegir entre cinco modelos diferentes, ante la atenta mirada de los oficinistas.
Seleccioné un juego de cinco, plateadas y de un tamaño medio y, dispuesta a completar mi lista de la compra, pregunté por la existencia de collares. Esta vez tuve que elegir el que prefería en un catálogo, mientras el encargado, en un alarde de amabilidad, me preguntaba si era para mí y me indicaba cuál era el que creía que me sentaría mejor. Finalmente llegué a la conclusión de que, si iba a lucir el collar para un hombre, era bueno seguir el criterio de un hombre, y le hice caso.

Me llevé uno negro, no demasiado ancho, con un dibujo de pequeñas estrellitas plateadas, una placa sin grabar en el centro y un enganche para la cadena junto a la hebilla. En cuanto empaquetó todas mis compras me di la vuelta, sonreí a los dos oficinistas, pasé entre ellos y salí por la puerta con paso firme. Aguanté el tipo hasta que llegué a la esquina y entonces suspiré, me relajé y me encontré a mi misma temblando.
Un pellizco en un pezón y el roce de su lengua en mi mejilla me devolvieron a la habitación del hotel. Pensé que esta vez sí iba a hacerme caso, pero de nuevo me equivocaba, no estaba dispuesto todavía, aunque por momentos dejaba lo que estuviera haciendo y se acercaba a mí. Volví a intentar seguir sus movimientos. Cada vez que lo oía acercarse mi cuerpo se tensaba, se arqueaba hacia él suplicando su contacto.
Nunca se paraba mucho. Respiraba sobre mi cuello, jugueteaba con la anilla de las bolas chinas, lamía mis mejillas o rozaba cualquier parte de mi cuerpo. La caricia nunca duraba mucho y siempre me dejaba con ganas de más. Empezaba a sentirme impaciente de verdad. Me molestaba el pañuelo sobre los ojos, me picaba la nariz, los hombros empezaban a tirarme de tener las manos atadas a la espalda. Y estaba perdiendo el sentido del tiempo. ¿Cuánto tiempo llevaba allí sentada, sin moverme ni hablar? ¿Cuánto hacía que él había entrado? Y sobre todo, ¿cuándo pensaba empezar a hacerme caso? Sin previo aviso, se paró frente a mí y por primera vez me dirigió la palabra.

- "Estás aquí porque quieres ser mi esclava, pero de momento no tengo nada claro que te lo merezcas. De momento no eres nada más que una puta perra y te voy a tratar como a una puta perra hasta que me demuestres que te mereces algo más. ¿Está claro?".

Su tono de voz sonaba entre despectivo e indiferente, pero me sentí tan aliviada de escucharle que contesté casi antes de que terminara de hablar.

- "Sí, mi amo".
- "Todavía no tengo claro que merezcas que te use. Puede que me limite a masturbarme solo y a dejarte ahí sentada hasta que termine".

Sentí un ataque de pánico. Muy en el fondo de mí sabía que no me habría hecho ir hasta allí si no pensara utilizarme, por lo menos eso esperaba, pero no tenía forma de estar segura y por un momento tuve verdadero miedo de que cumpliera su amenaza. Vacilé unos segundos antes de contestar, y recé para que no tuviera en cuenta ese momento de duda.

- "Si eso es lo que quiere, amo, me sentiré honrada sólo con que me permita estar frente a usted".
Se marchó unos minutos y cuando volvió no lo oí llegar. Sólo le escuché cuando volvió a hablarme.
- "De momento, no me gusta nada lo que veo".

Me preguntaba a qué se refería cuando me puso la mano en la frente y me empujó suavemente hasta hacerme caer sobre la cama. El cambio de postura me forzó a tensar los hombros hacia atrás y me aprisionó los brazos bajo la espalda, levantándome las caderas. De pronto me sentí terriblemente abierta, incluso más expuesta que cinco minutos antes. Sus dedos juguetearon un rato sobre los rizos de mi sexo.
Sin previo aviso, tiró de la anilla que colgaba de mi coño y extrajo de un golpe las cinco bolas chinas que yo había llevado dentro las dos últimas horas. Estaba tan mojada que el juego de bolas salió sin ningún problema, pero la impresión, la sorpresa, hizo que ahogara un grito. Un dedo ocupó el lugar que las bolas acababan de dejar vacío. Entró hasta el fondo y salió de golpe.
Al momento, el dedo caliente y mojado en mis jugos me rozaba los labios. Abrí la boca para permitir que entrara y succioné al mismo tiempo que recogía mi humedad con la lengua. Retiró el dedo mientras yo trataba de mantener el contacto todo lo posible levantando la cabeza. Repitió el movimiento una y otra vez, hablando junto a mi oído, mientras seguía alimentándome con mis jugos.

- "Estás empapada, puta perra. ¿Qué es lo que ha puesto tan caliente a la puta perra? No eres más que una guarra".

El movimiento del dedo me enloquecía, me hipnotizaba. Me volqué en el ritmo que me marcaba. Arqueaba las caderas tratando de meterlo todo lo posible dentro de mí, apretando los músculos de la vagina para sentirlo más. Y luego otra vez el sabor intoxicante llenándolo todo. Una y otra vez. Me excitaba más y más. Su simple movimiento al entrar y salir me causaba una comezón creciente, un hambre que aumentaba por momentos y que no me permitía satisfacer.
Y luego se detuvo, desapareció, me dejó jadeando, recostada sobre la cama. Empezaba a preguntarme qué iba a pasar a continuación, cuando empezó a atarme los tobillos a las patas de la cama. Me abrió las piernas tanto como pudo, arrastrándome más hacia el borde. A continuación fue en las rodillas donde sentí las cuerdas. La presión aumentó, abriéndome incluso más, y me di cuenta de que me tenía completamente a su disposición.
Con las piernas atadas a la cama y los brazos a la espalda, mis movimientos quedaban limitados de forma drástica. El tacto de algo frío expandiéndose sobre mi pubis me aclaró sus intenciones. Iba a rasurarme. Era algo que pensaba haber hecho yo, pero que mi amo me había prohibido expresamente. Ahora sabía por qué. A ciegas y sin posibilidad de moverme, mi fobia por las cuchillas se disparó.

Contuve la respiración con la primera pasada del metal sobre la parte más sensible de mi cuerpo. Respiré profundamente cuando la cuchilla terminó su recorrido. Me llevó unos minutos acostumbrarme a la sensación del metal en mi piel. Mi cuerpo se paralizaba cada vez que iniciaba una nueva pasada, esperando cada vez que su mano resbalara por cualquier motivo. Cuando pensé que por fin había acabado, volvió a cubrirme de espuma y aplicó la cuchilla de nuevo. Me recorría una y otra vez, y en cada una de ellas sentía deseos de estremecerme.
Permanecí inmóvil hasta que, por fin, sentí el tacto de una toalla limpiándome la espuma de entre las piernas. Oí sus pasos alejándose mientras me hablaba.
- "Mastúrbate, zorra, quiero ver cómo lo haces".
La idea tardó en entrar en mi cabeza. Por un momento no recordé que podía desatarme las manos sin ayuda. Haciendo un esfuerzo giré sobre mi costado derecho y me esforcé por deshacer el nudo corredizo que ataba mi mano izquierda. Si hubiera estado sentada no habría tenido el más mínimo problema, pero tumbada y con las piernas inmovilizadas la cosa cambiaba. Por fin, mi mano quedó libre y en un par de minutos más, las cuerdas descansaban a mi lado, sobre la colcha.
Encogí los hombros mientras movía los brazos hacia delante, disfrutando de un relativo sentimiento de libertad por primera vez en bastante tiempo. Coloqué las dos manos sobre mi vientre. Una subió para perderse debajo del sujetador, mientras la otra exploraba la sensación de mi sexo recién depilado. Estaba mojada y me sentía terriblemente caliente, pero mi piel se mantenía fría. Supuse que sería por la espuma y me dediqué a disfrutar del libre acceso de mis dedos al clítoris. Gemí. Mis pezones estaban duros, los pellizqué suavemente y empecé a retorcerme sobre la cama.
Los gemidos eran cada vez más continuos y mis dedos en mi sexo se movían cada vez más rápido. Sólo las cuerdas que me sujetaban los tobillos y las rodillas, manteniéndome completamente abierta, me recordaban mi situación cuando mis movimientos sobre la cama eran demasiado bruscos. Estaba muy cerca del orgasmo, y cuanto más excitada me sentía más me costaba recordar dónde y con quién estaba.

- "No tienes permiso para correrte, zorra. Sólo quiero ver lo puta que eres".

Su voz sonaba muy cerca de mí. Creí sentir su aliento contra mi mejilla, pero no estaba segura. Instintivamente, mis hombros se echaron hacia atrás. Me arqueé levantando los pechos, tratando de abrir las piernas un poco más, entregándome a él tanto como podía. Deseaba sentir sus manos sobre mí, que me permitiera el inmenso placer del roce de sus labios, pero no me atrevía a pedirlo. Me esforcé en tratar de que mis movimientos fueran más pausados, tratando de evitar un orgasmo inminente. Sabía que no podía correrme, pero también era consciente de que estaba llegando a ese punto en el que el roce más suave puede desencadenar todo un alud de sensaciones.
Empecé a desesperarme, deseando que me ordenase parar… o correrme… o algo. Cualquier cosa mejor que seguir como estaba en aquel momento. No pude contener un estremecimiento de placer. ¿Qué me haría si me corría sin su permiso? ¿Cómo me castigaría? La duda me había asaltado una y otra vez durante los últimos días. Casi deseé dejarme llevar, disfrutar de mi orgasmo y descubrirlo de una vez. Gozarlo o sufrirlo por fin en mis propias carnes y no tener que seguir torturándome con la incógnita. Apreté los dientes para contener un grito. Al momento, uno de sus dedos me acarició los labios.

- "La boca abierta, putita. Nunca debes cerrarla delante de tu dueño".

Besé su dedo y enseguida mis labios se entreabrieron con un jadeo. No iba a poder aguantar sin correrme, estaba segura. Acarició mis labios y poco a poco su dedo fue entrando en mi boca. Rozó los dientes, la lengua, y siguió avanzando tan adentro como pudo. Lo toqué delicadamente con la punta de la lengua. Primero una simple exploración de prueba y luego, cuando vi que no parecía haber repercusiones, largas y suaves caricias, tratando de demostrarle lo mucho que me alegraba de que se dignase a permitirme ser su zorra.
Mis caricias en el clítoris se iban volviendo más y más lentas y empecé a desviarlas discretamente hacia zonas menos comprometidas. Trataba de retrasar el placer todo lo posible, pero me sentía como una cuerda tan tensa que no admitiría la más mínima presión sin romperse. Y de pronto, todo aquello cesó. El dedo salió de mi boca y, con un movimiento brusco, me separó las manos del cuerpo. La frustración me recorrió al mismo tiempo que me llenaba de alivio. Respiraba hondo, tratando de relajarme, de tranquilizarme lo suficiente para volver a prestar atención a lo que pasaba a mí alrededor.
Mi señor volvía a guardar silencio. No le oía hablar, pero tampoco captaba ningún otro sonido que pudiera indicarme lo que estaba haciendo. De pronto, un tirón en una de las cuerdas que me sujetaban a la cama me hizo ser consciente de nuevo de su presencia. En un par de minutos estaba de pie, con las piernas abiertas y las manos a la espalda, esperando su próximo movimiento. Múltiples posibilidades cruzaban mi mente, cada una más preocupante que la anterior, más atractiva, más deseable.
Ató cuatro trozos de tela ancha y fría a mis muñecas y tobillos. Podía sentirla incluso a través de las medias, el contacto suave y constante, teóricamente inofensivo, pero un recuerdo más de mi sumisión a él. Sentí un roce en mis caderas y la falda se deslizó suavemente hasta el suelo. El sujetador la siguió en pocos segundos. Sentí frío. Un azote cruzó mis nalgas. Fue un golpe rápido, duro, no especialmente doloroso, pero lo suficiente severo como para hacerme volver a la tierra.

Me obligó a avanzar un par de pasos y me ató las manos a la espalda. Mientras lo hacía, su polla me rozaba ligeramente el culo. La notaba dura, tensa, húmeda, pero el contacto era siempre insuficiente, como si fuese casual, como si ni siquiera notase el roce de mis dedos ni que yo estaba allí. Después de las manos empezó con los pies. Sorprendida, noté como sujetaba mi pie derecho a una barra. No sé por qué, pero tuve la impresión de que era madera. Me obligó a separar más las piernas. Las abrí todo cuanto pude, pero aun así me forzó a separarlas unos centímetros más. Por un momento pensé que iba a romperme por la mitad. Intenté mover una pierna y me di cuenta de que era prácticamente imposible, apenas era capaz de avanzar más de unos pocos centímetros con cada paso.
Me sentí incómoda, patosa, expuesta, y opté por permanecer lo más quieta posible. Me asustaba la posibilidad de acabar rodando por los suelos, o peor, de caer de frente y no poder frenar la caída. Algo frío en mi ano desvió mi atención de la barra de madera. Crema, pensé. La extendió sobre mi agujerito y luego empezó a meterme un dedo. La sensación me gustaba. Era mi amo penetrándome, aunque sólo fuese con un dedo en mi culo.
El dedo salió y volvió a entrar con más crema, lubricándome, abriéndome con lentos movimientos giratorios. Pronto salió de mí, y su lugar lo ocupó algo rígido. Me tensé con el primer contacto, pero no tardé en darme cuenta de que era un objeto largo y estrecho y me había lubricado bien. Apenas sí suponía una pequeña molestia. Me relajé.

- "Sujétalo, zorra. Si se te cae, me veré obligado a castigarte, y eso no te gustaría".
Su voz era tranquila, razonable. Conseguía que cualquier intento de desobedecer pareciese una tontería.
- "Lo sujetaré, amo".

Parecía sencillo y estaba decidida a no fallarle. Una repentina presión en mi pezón derecho me obligó a contener un grito. El dolor era intenso. No sabía qué tipo de pinzas estaba usando, pero estaba convencida de que no eran como las que yo utilizaba cuando me ordenaba hacerlo. Yo solía usar pinzas para el pelo muy pequeñas, con tres o cuatro dientes que se me clavaban en la carne. El resultado era la sensación de que una boca fría me mordía, pero estas eran distintas. La presión era más intensa, menos aguda y punzante, pero de alguna forma más continua, más profunda, me llegaba más adentro.
Me tensé esperando la segunda pinza. Esta vez estaba preparada para el dolor, pero no contaba con la cadena que las unía. Era pesada y tiraba de mis pezones hacia abajo, estirándolos y tensándolos. La sentía fría sobre la piel, larga, los eslabones rozando mi piel casi hasta la altura del ombligo. La sujetó y dio un tirón seco. Sentí como si me arrancara los pezones. Grité. Sus manos suaves acariciándome los pechos aliviaron el dolor. Me arqueé buscando aumentar el contacto y, de pronto, sentí como si el tubito que tenía en el culo se saliera un par de centímetros. No estaba segura de si de verdad se habría salido o si sería sólo una falsa impresión. Por si acaso, apreté el esfínter tratando de retenerlo. El resultado fue el contrario al que pretendía.
No sólo no pude contenerlo, sino que esta vez sí se había salido un poco. El pánico me invadió. No podía dejar de preguntarme si mientras estaba concentrada en las pinzas se habría salido más de lo que yo pensaba. Me di cuenta de que el problema era que estaba demasiado lubricada y el tubo era demasiado estrecho y liso. Resbalaba sin que yo pudiese evitarlo.

Una tercera pinza torturó uno de mis labios vaginales. Todo mi cuerpo se contrajo de dolor. Nunca había usado las pinzas allí y la impresión era mucho más fuerte de lo que esperaba, dolía bastante más que en los pezones. Sabía que me faltaba por lo menos otra y deseé que sólo fuese esa y de momento mi clítoris quedase fuera del juego. Me estremecí y el tubo se salió del ano un poco más. Se me escapó otro grito ahogado, aunque esta vez ya lo esperaba. Lo que me sobresaltó fue más la impresión que el dolor.
Deseé poder verle la cara. Necesitaba mirarle mientras me colocaba y me adornaba como él deseaba. Le había entregado mi cuerpo como sumisa y sabía que me causaría dolor además de placer. Me había entregado a él de forma voluntaria y deseaba que se sintiera orgulloso de poseerme. Necesitaba entregarme a él, proporcionarle tanto placer como pudiera. Mi señor me había asegurado que aprendería a disfrutar del dolor tanto como del placer, que realmente llegaría a disfrutar del hecho de saber que sufriría para él, que mi amo se sentía satisfecho de verme gemir y retorcerme.
Deseaba mis reacciones, mi entrega, y yo estaba deseando dárselos, pero no podía dejar de temer al dolor, de desear resistirme y evitarlo, aunque hasta el momento no era demasiado intenso. Lo que me asustaba era más la angustia por lo que podía llegar más tarde que lo que realmente estaba sintiendo en aquel momento. Si por lo menos pudiera mirarle, contemplar sus reacciones…
La oscuridad empezaba a molestarme. Me besó las mejillas y me acarició el pelo en un gesto tranquilizador. Susurró palabras casi dulces junto a mi oído mientras seguía acariciándome. Atesoré el momento: el sonido relajante y cálido de su voz, el roce suave de sus labios y sus manos. Deseé que no parara nunca, que aquel placer dulce y sosegado durara siempre.

Un último beso cayó sobre la punta de mi nariz justo cuando mi Señor empezaba a jugar con las cadenas que unían las pinzas. Tirones fuertes, suaves, largos, cortos. Primero de una, luego de otra, muchas veces de las dos juntas, cambiando el ritmo una y otra vez. El dolor era mucho menor ahora. Mis pezones empezaban a acostumbrarse a las pinzas y la sensación intensa del principio estaba convirtiéndose en una molestia que sólo me angustiaba realmente con los tirones más fuertes. Sorprendentemente, las que menos me molestaban eran las pinzas del coño.
Me relajé todo lo que pude y me entregué al ritmo que me marcaba. Le seguí girándome y balanceándome siguiendo la pauta que me marcaba. El tubito se salió un poco más de mi culo y en un impulso reflejo, apreté los músculos tratando de retenerlo. Otra vez el esfuerzo fue en vano. El pánico me invadió y contraje el esfínter más y más mientras el tubo se deslizaba irremediablemente fuera de mí. Mis esfuerzos por evitarlo se volvieron frenéticos hasta que mi mundo se paralizó cuando lo sentí definitivamente fuera.
El sonido que hizo al rebotar en el suelo de madera y la creciente sensación de vacío en mí no me provocaron un profundo sentimiento de frustración, de fracaso, de impotencia… Nunca sospeché que un sonido tan insignificante pudiera hacerme sentir tan pequeña. Un golpe sordo, el sonido del objeto al golpear contra el suelo y luego el ruido de algo redondo moviéndose en el suelo. Y supe que había fallado. Muy dentro de mí tuve la impresión de que él lo había preparado a conciencia para que no pudiera retenerlo, pero aun así la sensación de fracaso no disminuyó. Esta vez, el tirón de las pinzas me hizo gritar de sorpresa y de dolor.

- "¿Se ha caído, zorra?".

Su voz me pareció más fría, más amenazadora.

- "Le suplico que me perdone, amo. Lamento haber fallado".

Incliné la cabeza y deseé poder arrodillarme, pero no sabía si él tenía todavía las cadenas en las manos. Si las tenía… bueno, no quería pensar en lo que podía pasar si las tenía y yo me dejaba caer sin más.

- "¿Y sabes lo que va a pasar ahora, perra?".
- "Le ruego que castigue a su puta por no haber sido capaz de cumplir sus órdenes, Señor".
Respiré hondo antes de decirlo, pero no pude evitar el temblor de mi voz. Sus dedos apretaron una de las pinzas de mis pezones y otra del coño, retorciéndolas en un movimiento rápido y brusco. Ahogué un grito.
- "¡Castígueme amo!, por favor, ¡castigue a esta zorra como se merece por no ser capaz de satisfacer a su dueño".

Esta vez hablé tan rápido que casi me comía las palabras. Otro tirón de las pinzas y ya no pude seguir hablando. Me limité a ahogar un grito y a balancearme ligeramente.

- "Arrodíllate perra, no mereces estar de pie".

Su voz sonó directamente detrás de mí, pero algo alejada, como si se hubiera separado para ver mejor cómo le obedecía. La orden era más difícil de cumplir de lo que parecía. Con las piernas tan abiertas, doblar las rodillas sin caerme de golpe resultaba complicado, además no podía mover los brazos para equilibrarme. Doblé las rodillas tanto como pude y luego me incliné hacia delante, dejándome caer. El impulso fue excesivo y acabé totalmente postrada, apoyada sólo en las rodillas y la frente, con las manos a la espalda y totalmente humillada y expuesta ante la mirada de mi amo.
Arrodillada, mis piernas quedaban todavía más abiertas, tanto que me dolía. La impresión me sacudió hasta tal punto que casi olvidé que mi Señor estaba mirándome desde algún lugar de la habitación, y no pude pensar en nada que no fuese mi cuerpo, en lo fría que resultaba la madera contra mi frente, en lo duro que parecía el suelo bajo mis rodillas, en el dolor que me torturaba las ingles…
Respiré lentamente, me concentré en el aire que entraba y salía de mis pulmones tratando de relajarme todo lo posible. Moví la cabeza para colocarme en una postura un poco más cómoda, y un destello de luz logró entrar bajo la venda que me cubría los ojos. Apenas duró un segundo, pero el resplandor casi me deslumbró. Por un momento me pregunté qué estaba haciendo en aquella habitación de hotel, lejos de todo lo que podía asociar a mi vida diaria, colocada de forma humillante para el placer de un hombre al que realmente no conocía. La voz de mi amo, que volvía a hablarme, impidió que siguiera pensando.

- "No pensaba hacer esto todavía, perra, pero ya que has tenido el detalle de colocarte en la postura adecuada, tu castigo va a tener que retrasarse un poco".

Estaba casi segura de que iba a follarme en aquella posición, y cuando su polla empezó a deslizarse dentro de mi vagina, todo indicio de pensamiento racional volvió a desaparecer. Suspiré y volví a entregarme a las sensaciones, al dolor que sentía en mis piernas y al intenso placer que su verga me causaba al entrar en mí.
En la posición en la que me encontraba, resultaba prácticamente imposible que me moviera, pero aun así hice lo imposible por balancear las caderas y acompañarlo mientras entraba y salía de mí. No duró mucho. Después de cuatro o cinco movimientos largos y profundos, mi coño se quedó vacío sin previo aviso. Medio minuto después, una ligera presión en mí no me advirtió de lo que iba a pasar a continuación.
Me resigné a lo inevitable. Después de todo, me tenía completamente a su merced y sabía que cualquier intento de resistencia podría merecer un severo castigo. No olvidaba que todavía tenía uno pendiente, y no tenía ganas de buscarme otro tan pronto.
Entró suavemente, con empujones firmes y lentos. El ligero dolor que sentí mientras empezaba a penetrarme desapareció en pocos minutos. Luego, el golpeteo de sus huevos contra mi coño y sus idas y venidas dentro de mí se volvieron sorprendentemente placenteras. Casi inconscientemente, empecé a intentar frotarme contra él. Cada embestida llegaba un poco más adentro que la anterior y me arranca un nuevo gemido. Mi cuerpo se contorsionaba tratando de intensificar el contacto, de acercarme más al calor que sentí detrás de mí, esquivo y deliciosamente tentador, cada vez más placentero.
Me perdía en el ritmo que él me marcaba. En sus movimientos había siempre un algo impredecible que me impedía seguirlo perfectamente. Avanzaba y retrocedía más rápido o más despacio, haciendo que yo llegase siempre un poco antes o un poco más tarde. Ese ligero desajuste me provocaba, me incitaba a buscar una cadencia perfecta que él me impedía alcanzar, creando en mi mente una sensación de frustración cada vez más intensa.
De nuevo me abandonó sin aviso previo y sin dar explicaciones, dejándome sólo con la sensación de ausencia a mi espalda y de mi culo todavía abierto, esperándolo. Un ligero tirón de la cadena unida a mi collar de perra me dio el impulso suficiente como para que pudiese incorporarme sobre las rodillas. Sus manos en mis caderas me levantaron y me guiaron mientras me obligaba a girarme sobre mí misma.

Me di cuenta de que estaba completamente desorientada. En el tiempo y en el espacio. Por mucho que me esforzaba, era incapaz de adivinar sobre qué parte de la cama estaba haciendo que me apoyara. Mi oscuridad seguía siendo completa y, aunque no me había movido demasiado desde que mi amo había entrado en la habitación, sí había sido suficiente como para que hubiese perdido las referencias. Me forzó a arrodillarme junto a la cama y luego a inclinarme hacia delante hasta apoyar la cara sobre la colcha. Estaba fría.

- "Ahora sí, perra. Ahora ese desobediente culito tuyo va a recibir el castigo que se merece".

Su voz era tan fría que me asustó. No por lo duramente que fuera a castigarme o porque pudiera hacerme auténtico daño. Confiaba en que fuera severo, es más, una parte de mí incluso lo deseaba, pero creía que no sería más estricto de lo que exigía mi error. Es decir, era consciente de que lo que fuera que tenía pensado hacerme iba a dolerme, y posiblemente bastante, pero de alguna manera me hubiera sentido mejor si hubiera encontrado un rastro de emoción en su voz.
Hacía menos de medio minuto me había sodomizado hasta hacerme perder el control de mí misma, estaba casi segura de que no se había corrido, pero lo que no podía entender era que su voz no pareciera siquiera agitada. Me estremecí mientras agradecía para mis adentros que mi cara fuera la única parte de mi cuerpo que se apoyaba sobre la cama. Sabía que si me obligaba a descargar todo mi peso sobre las tetas, iba a costarme contenerme y no gritar por la presión de las pinzas.
Sin embargo, a continuación pasó un brazo bajo mi cintura y me levantó en el aire mientras con la otra mano me tiraba del pelo, con una presión constante que me hizo forzar la postura hasta arquearme. Cuando empezó a bajarme, lo hizo obligándome a mantener la posición. Esta vez, la primera parte de mi cuerpo que tocó la colcha fueron los pezones. Grité cuando terminó de dejarme caer de golpe. Permanecía quieta, jadeante y llorosa.

- "...Amo".

La palabra se escapó de mis labios una y otra vez, a medio camino entre un gemido y un sollozo. No dejé de gemir mientras mi amo seguía moviéndome sobre la cama, situándome de tal forma que mi culo terminó perfectamente expuesto y a su disposición, y mis pechos aplastados al máximo contra la cama.

- "Amo...amo...".

La palabra se escapaba de mis labios una y otra vez, como una letanía. No sabía si en realidad le estaba suplicando que parara o que siguiera, lo único que realmente necesitaba era sentir la palabra, saborearla, escucharla. Su dedo sobre mis labios me hizo volver a guardar silencio.

- "Ssssssssshhhhhhhhh, zorrita. Calla. No querrás que tenga que amordazarte, ¿verdad?".
- "No amo, no tendrá que hacerlo".

Sus dedos se deslizaban entre mi pelo. El gesto, inesperadamente suave, hizo que realmente deseara entregarle todo cuanto quisiera de mí.

- "Ahora voy a castigarte, perrita. Sabes que te lo mereces, y voy a ser duro contigo porque tienes que aprender a obedecer. Necesitas saber cómo comportarte, y que los errores se pagan. Vas a entregarme todo tu dolor y vas a estar contenta de hacerlo porque es lo que tu amo quiere de ti, ¿verdad?".

Me movía casi imperceptiblemente, siguiendo con la cabeza el movimiento de su mano.

- "Mi dolor es suyo, amo. Le suplico que me castigue como merezco".

Una de sus manos cayó con fuerza sobre mi nalga derecha mientras seguía inclinado sobre mí, acariciándome. Ahogué un gemido fruto más de la sorpresa que del dolor. Esta vez su voz sonó como un susurro dulce junto a mi oído.

- "A partir de ahora, perrita mía, no quiero oírte pronunciar una sola palabra más. Puedes gemir si quieres, pero en cuanto oiga una sola palabra te amordazo".

No me atreví a asentir, así que me limité a agitar la cabeza. La mordaza me daba pánico. Por sí sola no me parecía especialmente temible, pero unida a la venda en los ojos y a las ataduras en los pies y en las manos… Era la restricción que faltaba, y solo por eso me parecía también la peor. Sus labios en mi mejilla y una última caricia en la espalda y luego sentí de nuevo cómo se alejaba.
Algo frío se apoyó contra mi ano y empezó a presionar. En el primer momento, pensé que era lo mismo que me había metido al principio, pero a medida que seguía empujando me di cuenta de que estaba equivocada. Era demasiado ancho, y a pesar de que ya no estaba tan cerrada como al principio, estaba costándole entrar. Recordé el tapón anal que yo misma había colocado sobre la cómoda y supe que era eso lo que estaba penetrándome. Lo había tenido entre las manos y me había preguntado qué sentiría cuando lo tuviera dentro. Ahora mi Señor estaba empujándolo dentro de mí.
Al principio, la sensación no resultaba desagradable. Notaba cómo iba entrando, con una presión lenta y constante. Me sentía cada vez un poco más llena, algo más abierta con cada embestida. Mis gemidos también se volvían cada vez más intensos a medida que el tapón iba entrando. De pronto, la presión cesó y algo azotó con fuerza mi nalga derecha. Fue un golpe seco, duro, pero no especialmente fuerte. Supe que mi Señor estaba haciendo que probara la fusta, otro de los juguetes que yo misma había puesto a su disposición.
Apreté los dientes mientras ahogaba un gemido y recibía un segundo azote en la nalga izquierda. La azotaina continuó durante un buen rato. Cada nuevo golpe caía sobre un trozo de piel que todavía no había sido castigado, calentando cada pedazo de carne. Me picaba. Escocía cada vez más, a pesar de que la intensidad de los golpes se mantenía constante y no era demasiado fuerte. Imagino que si pudiera verme a mí misma desde fuera me vería el culo completamente rojo. Me costaba cada vez más contenerme para no decir nada ni agitarme demasiado. Deseaba hablar con todas mis fuerzas, suplicar como fuera, a pesar del miedo que me daba la mordaza.

Estaba a punto de rendirme cuando los azotes cesaron y mi Señor volvió a aplicarse al tapón anal. Disfruté del alivio momentáneo que me produjo el que cesaran los azotes y la agradable sensación de aquella polla de plástico penetrándome. Moví las caderas adelante y atrás al ritmo que él me marcaba, tratando de admitirla dentro de mí tanto como fuera posible. Jadeé cuando tuve la impresión de que ya no podía entrar más.
Pensé que aquello acabaría allí, pero estaba equivocada. A pesar de que yo pensaba que sería imposible, mi dueño aumentó la presión hasta conseguir que el tapón siguiese entrando, milímetro a milímetro. Me retorcía sobre la cama, sin saber demasiado bien si quería facilitar o impedir la invasión y olvidando totalmente las pinzas de los pezones. Mis gemidos se convirtieron en una queja continua. Me aliviaba. El dolor en mis pechos y mi culo era soportable pero cada vez más intenso. Mi mente trataba de concentrarse en cada una de las sensaciones que mi dueño estaba provocándome.

Un dedo penetró en mi vagina, proporcionándome un momento de alivio glorioso. Deseé poder pedirle que no parase, que siguiese distrayéndome de la extraña sensación que me provocaba el tapón. Me arqueé, levantando más el culo y metiendo el dedo tan dentro de mí como podía. Suavemente, mi amo recorrió toda la longitud del pene de plástico, frotándolo desde el interior de mi vagina. Repitió el movimiento, esta vez sacando ligeramente el tapón para volver a meterlo con fuerza, llegando cada vez un poco más lejos.
La suavidad de sus movimientos en mi coño no tenía nada que ver con los empujones cada vez más bruscos en mi culo. Me preguntaba cuánto más podría entrar. Cuánto más podría admitir yo y cuánto quedaría fuera. Esperaba que no fuera mucho y al mismo tiempo deseaba más. Otra vez, sus manos volvieron a alejarse de mí de golpe. Sabía que el respiro sería sólo momentáneo y no tenía claro qué podía venir después. No me molesté en preocuparme por lo que me esperaba y me dediqué a disfrutar del momento de calma.
Mi respiración no había terminado de tranquilizarse cuando la fusta volvió a caer sobre mi culo. Esta vez golpeaba sobre carne que había calentado previamente. Los golpes eran más fuertes, o al menos eso parecía. Cada azote escocía más que el anterior. Se sucedían con un ritmo pausado, constante, como si estudiase mi culo detenidamente, eligiendo de forma caprichosa sobre qué parte de mis nalgas iba a dejar caer la fusta.

De pronto, me encontré a mí misma buscando el contacto, levantando las caderas, ofreciéndome a mi Señor. El último azote fue especialmente duro. Golpeó con toda su fuerza al mismo tiempo que empujaba el tapón anal hasta conseguir introducirlo totalmente dentro de mí. Luego, sus manos recorrieron mis nalgas acariciándolas, apretando más en las zonas más coloradas, o al menos eso me parecía, recorriendo con la punta de los dedos el contorno del tapón anal.
Por primera vez desde que todo aquello había empezado, me di cuenta de que realmente deseaba estar así. Me sentía bien. Estaba disfrutando de la presión de las pinzas en mis pechos, de la sensación del tapón anal llenándome, deseaba poder ver qué aspecto tenía allí, inclinada sobre la cama con el culo rojo en alto. Si hubiera podido, me hubiera encantado poder mirar a mi Señor a los ojos y sonreírle, demostrarle lo agradecida que me sentía porque me hubiera hecho sentir así. No tenía permiso para hablar, así que me limité a intentar demostrárselo gimiendo y arqueándome bajo sus manos como una gata mimosa.
Sus manos subieron pronto hasta mi cara, apartándome el pelo de la frente. Aproveché para girar la cara y besarle los dedos. No se me ocurría otra forma de demostrarle mi agradecimiento por un castigo que merecía y que había descubierto. Sus manos en mis hombros me sujetaron y me ayudaron a levantarme. Mis rodillas protestaron, después de pasar tanto rato apoyada sobre ellas. Me besó y sus labios me parecieron maravillosos, suaves, cálidos y ligeramente húmedos. El roce de su lengua me sorprendió y me abandonó antes de que tuviera tiempo siquiera de intentar corresponderle.

Sujetándome por las caderas, me obligó a moverme hacia atrás. Me sentía patosa, dando pasitos tan cortos y rápidos como me permitía la barra que tenía entre las piernas y sin poder ver hacia donde iba. Pronto me encontré sentada sobre una silla de madera, con la espalda erguida y las manos agarradas a los barrotes en un gesto inconsciente. La madera estaba deliciosamente fría contra mi piel, y apretaba el tapón metiéndolo aún más dentro de mí. Permanecí inmóvil, con la espalda erguida y la cabeza levemente inclinada, esperando.
De nuevo se hizo el silencio. Forcé mis sentidos intentando captar cualquier sonido, por minúsculo que fuese, que me indicara lo que estaba pasando, pero no me sirvió de nada. Lo único que me llegó fueron los gritos y las risas de un grupo de niños que jugaban en alguna parte fuera del edificio. En aquella situación, el sonido parecía una enorme incongruencia. La vista tampoco me servía de nada. A través del pañuelo que me cubría los ojos sólo me llegaba oscuridad, no se filtraba luz, estaba demasiado bien ajustado. Me resigné a la idea de esperar y me relajé. Pensaba que aquellos minutos a solas me enfriarían, que conseguirían que la excitación que me llenaba desapareciera o, por lo menos, disminuyera, pero no fue así.
Mi cabeza no dejaba de dar vueltas a las sensaciones que me habían sacudido desde el momento en que había entrado en aquella habitación. Y lo que vendría después. La expectación, la ignorancia de lo que iba a ocurrirme en unos minutos estaba llevando a mi mente a crear docenas de posibilidades, cada una más excitante que la anterior. Me sentía húmeda, tanto, que estaba segura de que mis jugos estaban empezando a mojar la madera del asiento. Me ruboricé al pensar que en aquella posición, con las piernas completamente abiertas y el coño recién depilado, mi excitación resultaba evidente. Sólo tenía que mirarme para saber exactamente cómo me sentía en aquel momento.
Su voz, llegando desde algún lugar frente a mí, me sobresaltó. Siguiendo sus órdenes, me levanté como pude, con torpeza. El sonido de la cadena unida a mi collar de perra, repiqueteando con cada uno de mis movimientos, me resultaba inquietante. Se repetía una y otra vez. Lo provocaba cualquier movimiento de mi cuello o de mis hombros, por mínimo que fuera, y no sabía cómo impedirlo. No estaba unida a nada, pero el repiqueteo de los eslabones me hacía sentir más sometida que cualquiera de las ataduras que mi Señor me había impuesto hasta aquel momento.
Me quedé de pie, esperando que me indicara cuál debía ser mi próximo movimiento, tratando de no moverme para no escuchar el sonido metálico de la cadena. Esta vez no me hizo esperar demasiado. Sentí el tirón de la cadena en mi cuello y otra vez avancé como pude. La barra que me separaba las piernas sólo me permitía dar pasos muy cortos, así que me veía obligada a dar muchos si quería seguir el ritmo que mi Señor me marcaba.

Un tirón más fuerte que los anteriores me hizo caer de rodillas. Con el impulso me incliné hacia delante. No lo dudé y me dejé llevar hasta apoyar la frente en el suelo. Su mano dando palmaditas en mi cabeza me dejó claro que mi Señor aprobaba el gesto. Sonreí, agradecida, y me arqueé hacia él. Sus manos en mis hombros me ayudaron a volver a incorporarme y enseguida sus dedos acariciaron mi cara. Suspiré, disfrutando de la sensación. Sólo sus manos me tocaban, pero de alguna forma podía sentir su calor y su presencia, como si todo su cuerpo estuviera apretándose contra el mío.

- "Ahora, putita mía, vamos a jugar un rato. Quiero que me demuestres lo que sabe hacer esa preciosa boquita de perra mamona que tienes, ¿de acuerdo?".
- "Sí, amo".

Me apresuré a asentir, tratando de no parecer tan impaciente como me sentía. Hasta el momento, sus caricias habían sido siempre escasas y frustrantes, y mi Señor no me había permitido tocarle. Estaba deseando poder hacerlo. Acariciarlo, besarlo, hacer que jadeara de placer, demostrarle lo feliz que me sentía de ser suya y de estar allí con él.

- "Estoy convencido de que sabes cómo hacerlo, putita, así que vamos a ponerlo más interesante, ¿de acuerdo?".
Sus manos seguían en mi pelo mientras hablaba.
- "Sí, Señor. Como mi amo desee".

Realmente no me preocupaban mucho las condiciones que fuera a poner. Lo único de lo que era consciente era de que en un par de minutos iba a tener su verga en la boca. La quería, y la quería ya.

- "Muy bien, perra. Lo que vamos a hacer es esto: Quiero correrme, y quiero hacerlo en catorce minutos justos. Ni uno más ni uno menos. Yo iré indicándote cómo vas de tiempo y recibirás un castigo por cada segundo que te pases o te quedes corta. ¿Queda claro, puta?".
- "Lo entiendo, Señor, haré lo posible porque sean catorce minutos".

Me preguntaba si realmente sería capaz de afinar tanto, pero estaba convencida de que por lo menos disfrutaría intentándolo. Delicadamente, me apartó el pelo de la cara y lo colocó detrás de las orejas. Situó la cadena de forma que cayera por el centro de mi espalda, pasando entre mis nalgas y con el extremo descansando en el suelo. Tirando de las cadenas que unían las pinzas de mis pezones y mi coño, me obligó a incorporarme sobre las rodillas. No pude evitar un grito ahogado. Dolía.
Casi había conseguido acostumbrarme a las pinzas, hacía un buen rato que sólo las recordaba cuando hacía un movimiento brusco, pero ahora mis pezones y mi coño palpitaban de dolor. Los sentía enormes, como si tuviesen tres o cuatro veces su tamaño normal. Esperé arrodillada, tratando de que mi respiración se tranquilizara lo antes posible. No tuve mucho tiempo antes de que mi Señor volviera a dirigirme la palabra.

- "Catorce minutos, zorra".

Esperé un par de segundos y luego empecé a moverme, disfrutando de la idea de que, pasase lo que pasase después, durante el próximo cuarto de hora la verga de mi amo sería mía. Adelanté la cara despacio, buscando su polla con delicadeza. La rocé con la mejilla y avancé sobre las rodillas para alcanzarla con más comodidad. Pensé que tenía tiempo por lo menos para empezar con calma, así que dediqué un momento a explorar la polla de mi Señor.
La recorrí frotándola con la cara, disfrutando de ella. Estaba dura y formaba un ángulo recto con el cuerpo de mi dueño. La notaba muy, muy caliente contra mi piel, casi seca en la base y mojada y pegajosa en la punta. Me pareció espléndida, larga y ancha, y supe que iba a tener que hacer un esfuerzo si quería metérmela en la boca. Me mojé los labios y la recorrí con besos breves y mimosos antes de sacar la lengua y recorrerla en toda su longitud.
Su sabor me invadió, salado, ligeramente amargo, y me hizo desear más. Oí la voz de mi Señor avisándome de que habían pasado los dos primeros minutos, pero no le hice demasiado caso. Todavía tenía tiempo para saborearla un rato. Una y otra vez deslicé la lengua desde la base hasta la punta y de vuelta. En cada pasada la sentía más mojada, más caliente y un poco más dura. Al llegar a la punta me detenía invariablemente para llevarme a la boca las primeras gotas de semen.

Resultaba intoxicante. Besé y lamí hasta que la verga de mi amo estuvo completamente empapada con mi saliva. Entonces, y sólo entonces, me la metí en la boca. Sólo un poco al principio, para dejarla salir casi enseguida. Sin detenerme, inicié un movimiento de vaivén, llegando cada vez un poco más lejos y frotándola con la lengua mientras entraba y salía. Cinco minutos. El tiempo pasaba demasiado rápido para mi gusto.
Me la metí en la boca, tan profundamente como pude y succioné. Me esforzaba por hacerlo con calma, por refrenarme, aunque lo que realmente deseaba era probarla toda a la vez, disfrutar de cada uno de los sabores y de las texturas de su piel al mismo tiempo. Mi boca se abría tanto como podía para acoger a mi Señor con toda la delicadeza posible, rodeando su polla con mis labios húmedos, evitando lastimarla con los dientes.
Lentamente me deslicé hacia atrás, dejando que mi lengua se demorara unos segundos sobre su piel. Aproveché para respirar hondo un segundo y para tragar saliva. Lo siguiente fue dejarme caer sobre los talones y acurrucarme todo lo posible entre las piernas de mi dueño. Desde allí, tanteando con la lengua, busqué sus huevos. Retrocedí un poco y abrí la boca todo lo que pude antes de volver a subir, intentando que entraran todo lo posible.
Me deleité chupando y lamiendo tanto como podía. Mi lengua se estiraba hasta asomar fuera de los labios. La voz de mi amo me anunció que me quedaban sólo seis minutos. Sonaba tranquilo. Tanto, que empecé a preocuparme. Desde luego, no quería que se corriese en ese preciso momento, pero esperaba que en algún momento empezase a jadear, incluso algún que otro gemido. Algo que por lo menos me permitiera hacerme una idea de cuál era su grado de excitación.
Tampoco podía dejar de preguntarme qué pensaría de mi aspecto en aquel momento. Al pensarlo, por un momento me sentí tan avergonzada que estuve a punto de pararme. Aun así, la imagen que recreaba mi mente no dejaba de excitarme, medio desnuda, con las cadenas colgando de mi coño y mis pezones, las piernas abiertas al máximo por la barra separadora, los brazos atados a la espalda impulsando mis pechos hacia delante, resaltando las pinzas que torturaban los pezones, el pelo sobre la cara, caído por encima de la venda que me tapaba los ojos, chupando aquella verga como si en aquel momento no hubiera nada más, como si no pudiera imaginarme a mí misma haciendo ninguna otra cosa.

Menos de seis minutos. Pensé que era el momento de empezar a darme prisa. Una parte rebelde de mí deseaba oírle gemir, reclamar una pequeña porción de poder sobre mi amo, demostrarle que podía darle placer. Aparté la cara de los huevos de mi Señor para volver a meterme su polla en la boca. Sin embargo, antes de que pudiera alcanzarla con la lengua, un tirón de la cadena me obligó a inclinar la cabeza hacia atrás. Por un momento me quedé sin respiración. Por unos minutos me había olvidado totalmente de mi collar de perro.
- "¿Eso es todo lo que sabes hacer, zorra?. ¡Eres una perra bastante inútil!. No me estoy excitando nada, puta, y como sigas así tu castigo va a ser memorable. Vas a tener que aprender a mamarla, puta".
Por un instante no reaccioné, y luego adelanté la cabeza, tensando la cadena tanto como podía. Sentía la necesidad imperiosa de demostrarle que podía complacerlo. Me aterraba que no me considerase capaz de hacerle gozar y decidiese rechazarme. Tiré de la cadena con más fuerza y noté cómo iba cediendo poco a poco, centímetro a centímetro. Demasiado despacio para lo que yo necesitaba en aquel momento.
Saqué la lengua, ansiosa de encontrar la polla de mi amo y de tenerla en la boca lo antes posible. Al primer contacto con su carne, que me quemaba, la recorrí hasta la punta. Necesité levantarme tanto como pude. Mi dueño es un hombre alto y yo soy más bien bajita. Su polla estaba tan erecta que casi se levantaba en vertical. Resultaba complicado poder metérmela en la boca con comodidad y sin molestarle. El anuncio de que sólo me quedaban tres minutos me hizo acelerar.
Con un esfuerzo, me metí y me saqué la verga de la boca cada vez más rápido, manteniendo siempre la punta entre los labios. La frotaba con la lengua, tratando de llegar un poco más lejos. Era demasiado grande para mí, no era capaz de metérmela del todo en la boca. En cualquier otro momento habría solucionado el problema usando las manos en la parte que mi boca no podía abarcar, pero ahora mi única opción era usar la lengua.
Cuando ya no pude meterla y sacarla de la boca más rápido, la dejé deslizarse fuera y luego volví a hacerla entrar, lentamente, tan dentro como puede, y succioné cada vez con más fuerza sin dejar de acariciarla con la lengua. Lo hice una y otra vez, cada vez con más intensidad. No me quedaba tiempo y ahora empezaba a preocuparme la posibilidad de no complacerlo. No me preocupaba el castigo. No. Miento. El castigo me preocupaba, pero lo que realmente me daba miedo era la posibilidad de no satisfacer a mi amo.

Faltaba menos de un minuto para que el tiempo terminase, cuando mi Señor puso las manos en mi cabeza. Se limitó a dejarlas allí, pero era el estímulo que necesitaba para hacer el último esfuerzo. Mis movimientos se hicieron más rápidos y más urgentes, hasta que le oí gemir. El sonido me pareció maravilloso, me hizo desear gemir yo también. Sin embargo, me limité a retroceder un poco en el momento en que la leche de mi dueño me llenaba la boca.
La saboreé con fruición, reteniéndola un momento sobre la lengua para que el sabor se volviera más intenso. Era el sabor del placer de mi amo, y el sentirlo me hacía sentir poderosa, a pesar de ser yo la que se encontraba arrodillada y humillada.
Después, limpié cuidadosamente su polla con la lengua. Aún después de haberse corrido, seguía estando dura. Su contacto me llenaba, me hacía sentir relajada. Me parecía extraño lo cómoda que me sentía en aquel momento y en aquella situación. Pero todo lo bueno se acaba, y un par de minutos después mi amo se apartó de mí sin previo aviso. Sin necesidad de verlo, casi pude intuir su sonrisa.

- "Medio minuto, puta. Te has pasado treinta segundos. Eso supone treinta castigos. Uno por cada segundo de retraso. ¿Estás lista para aceptarlo?".
- "Merezco cada uno de esos castigos, amo. Esta puta no es nadie para retrasar el placer de su dueño".

Ahora las respuestas salían sin necesidad de que me parase a pensar, sólo eso me hizo darme cuenta de lo mucho que había cambiado desde el momento en que le había respondido por primera vez. En aquel momento, me sentía realmente suya. Un tirón de la cadena me indicó que debía levantarme, pero no fui capaz de hacerlo. Con las manos atadas a la espalda y la barra de madera separándome las piernas, no me quedaba margen para darme impulso.
Esperaba algún comentario sarcástico, o tal vez que se quedara esperando a que lo consiguiera, así que me sorprendió sentir cómo me abrazaba, levantándome con cuidado. Antes de que pudiera abrir la boca para agradecerle el gesto, sus labios se pegaron a los míos. Sus manos seguían alrededor de mi cintura y él iba haciendo el beso cada vez más profundo. Me pegué a su cuerpo todo lo que pude y le correspondí de la forma que había estado deseando desde hacía mucho, mucho rato. Su sabor era intoxicante, cálido, y por una vez estaba permitiendo que el contacto fuese tan pleno como yo deseaba.
Separé los labios en cuanto su lengua los rozó, dejándole el espacio justo para que entrara. Tocó mis dientes, forzándome a abrirla un poco más, y luego fue directo a por mi lengua. El beso se volvió húmedo y cada vez más apasionado. Sus manos subieron y bajaron por mis brazos para luego sujetarme por las caderas y apretarme con fuerza contra su cuerpo. Tanto que las pinzas de mis pezones quedaron aprisionadas entre los dos, ajustándose aún más y hundiéndose en mis pechos.

Me derretí cuando sus dedos se metieron entre mis nalgas y empezaron a jugar con la base del tapón. Al ritmo que me indicaba, me retorcía contra su cuerpo. Habría dado cualquier cosa por no tener los brazos atados a la espalda y poder abrazarle. Lentamente se separó de mí. Primero fue su lengua la que salió de mi boca. Luego se detuvo a acariciar mis labios y, para cuando quise darme cuenta, me encontraba de nuevo completamente sola.
Mi cuerpo temblaba. Tenía la impresión de que si sus caricias hubiesen durado un poco más, me hubiera corrido. Estaba tan caliente que mis jugos se deslizaban por mis piernas, cada vez más abundantes. Era evidente que él debía haberlo visto hacía un buen rato. Se colocó a mi espalda y me desató las muñecas. Aproveché el momento para intentar desentumecer los hombros. Los sentía doloridos después de haber pasado tanto tiempo inmovilizados en una posición incómoda. El alivio duró poco.
Mi Señor me levantó la mano derecha y la ató a una barra de madera. Por el tacto supuse que era redonda, e imaginé que sería igual que la que me separaba las piernas. No hizo falta que me lo ordenara, en cuanto soltó mi mano derecha levanté la izquierda a la misma altura. En menos de dos minutos, volvía a estar completamente inmovilizada.
La barra estaba sujeta a mis muñecas y pasaba por detrás de mi cuello, dejando mis dedos libres. La opción más cómoda parecía ser la de apoyar la barra sobre los hombros, así que adopté la postura y esperé. Casi al momento, sus dedos me sujetaron la cara forzándome a separar las mandíbulas. Me obligué a mí misma a abrir la boca aún más en cuanto me di cuenta de que estaba intentando meter algo redondo dentro. No necesitaba verlo para saber lo que era, había visto docenas de fotos en las que otras chicas llevaban mordazas como aquella.
Irracionalmente, lo primero que me pregunté fue de qué color sería. Me obligaba a mantener la boca abierta y la lengua encogida detrás de ella si no quería hacerme daño. Con aquella bola en la boca sería completamente incapaz de hablar. Lo intenté y el resultado fue una especie de gruñido ininteligible y mi boca llenándose de saliva. Saliva que no pude tragar, lo que volvió la situación todavía más incómoda. Algo suave me rozó el culo. Me sobresaltó. Fuera lo que fuera, no era lo suficientemente rígido como para ser la fusta.

- "¿Quieres saber lo que es, puta? ¿Te apetece saber con qué voy a castigarte por ser una guarra mamona?".

Sin recordar la mordaza, intenté contestar. Sin embargo, la bola no sólo impidió que emitiese ningún sonido coherente, sino que hizo que la boca se me llenase todavía más de saliva. Incapaz de hablar, asentí con la cabeza, y entonces noté como parte de la saliva empezaba a resbalar entre la comisura de mis labios. El hilillo de baba se deslizó por mi barbilla hasta acabar entre mis pechos. De alguna forma, comprendí que él sabía que aquello pasaría y que lo había provocado.
Por primera vez desde que había entrado en aquella habitación, durante un momento realmente deseé marcharme. No me sentía como un ser racional, tenía la impresión de ser poco más que un animal, atada en una posición incómoda, con los ojos vendados desde hacía tanto tiempo que hacía un buen rato que había perdido todo sentido de la orientación, amordazada, babeándome y esperando que me castigaran, pinzada y con un pene de plástico llenándome el culo.
Había una señal de emergencia a la que podía recurrir, un gesto de mi mano derecha que podría haberme sacado de aquella situación en un par de minutos. Estaba a punto de hacerla cuando mi amo me besó los párpados por encima de la venda y me lamió las mejillas con dulzura, mientras me colocaba el pelo apartándomelo de la cara. Un gesto mínimo, pero el gesto que me hizo quedarme. En el fondo estaba disfrutando de aquello. Me sentía incapaz de marcharme.

- "Va a ser con esto, zorrita mía. Disfrútalo bien antes de que empiece".

En cuanto lo toqué supe lo que era. Era un cinturón de cuero, liso, suave. Colocó uno de los extremos entre mis dedos y recorrí toda su longitud palpándolo, comprobando la suavidad de su tacto. Era agradable. Me preguntaba si sería mejor o peor que ser azotada con la fusta. La hebilla era metálica, completamente lisa. Me estremecí al tocarla. Seguía tocándolo, cuando noté como cogía la cadena que unía las pinzas de mi coño. No fue un tirón brusco, pero hacía que la tensión creciera poco a poco, sin pausa.
Los labios a los que estaban unidas las pinzas se estiraban poco a poco a medida que subía la presión, hasta que deseé poder gritar. Siguió tirando sin prisas mientras yo gemía detrás de la mordaza. La primera de las pinzas saltó y casi al mismo tiempo lo hizo la siguiente. Me recorrió una sensación de dolor agudo, punzante, y creo que esta vez el grito sí fue audible por debajo de la mordaza. Sin darme tiempo a reponerme, tiró de las pinzas de los pezones, repitiendo la jugada. También aquí las pinzas saltaron en un par de minutos, dejándome jadeante y llorosa.
Pensaba que el castigo iba a limitarse a eso y a los azotes, pero el sonido de un par de sillas siendo arrastradas por el suelo de madera me dejó claro que no sería tan simple. Por el sonido, deduje que había colocado una de las sillas frente a mí y la otra detrás. Tenía verdadera curiosidad, y la intriga fue a más cuando colocó una cuerda entre mis piernas. Era una cuerda delgada y suave. Al principio la noté a la altura de la rodilla, luego mi amo empezó a tensarla y fue subiendo hasta acabar encajada en mi coño, no tanto como para que me molestara, pero sí lo suficiente para rozarme el clítoris y provocarme. Entendí que para eso había colocado las sillas, para sujetar la cuerda mientras me azotaba.

- "No te has corrido desde que llegaste, ¿verdad, perra?".

Negué con la cabeza. Había estado a punto un par de veces, pero no había terminado de llegar y él lo sabía.

- "Muy bien, putita mía, eres una perra obediente. Esto es lo que vas a hacer ahora. Puedes notar la cuerda en tu coño, ¿verdad?".

Asentí, ansiosa por saber qué venía a continuación.

- "Claro que la notas, está bien metida en medio de tu coño empapado. La he colocado ahí para que puedas refregarte contra ella como una perra en celo. Voy a aplicarte tu castigo, puta. Voy a distribuir los treinta azotes por todo tu cuerpo de guarra, y mientras lo hago quiero que uses esa cuerda para llegar al orgasmo. Quiero que te corras antes de que termine de castigarte, y no me vale con que luego me digas que has tenido un orgasmo, zorra, quiero darme cuenta cuando pase. Para eso eres una perra lasciva y hambrienta. ¿Entendido?".

Volví a asentir, preguntándome si sería capaz de hacerlo.

- "¡Empieza a mover las caderas, puta!".

Cogió el cinturón de mi mano y supe que estaba a punto de empezar. Moví un poco las caderas, tratando de calcular hasta dónde podía moverme sin caerme y de comprobar cómo de intenso podía ser el roce de la cuerda. Era muy, muy agradable, pero no lo suficientemente constante. Me rozaba, pero no había forma de conseguir que la presión fuese suficiente. Era frustrante. Deseaba poder cerrar las piernas y hacer el contacto más intenso.
El primer azote cayó sobre mis pechos. Dolió y me calentó la piel, pero muy pronto el calor del golpe se difundió por mi piel aumentando mi excitación. Me paralicé un momento y luego empecé a balancearme otra vez. Me volvía loca. Cada roce me provocaba intensas sensaciones de placer, pero la cuerda siempre acababa desviándose a un lado en el momento más intenso. Necesitaba más y no sabía bien cómo conseguirlo. Mis movimientos se volvían cada vez más rápidos, aunque no tanto como yo deseaba. No podía sacarme de la cabeza la idea de que podía acabar cayéndome, y no creía que pudiera parar demasiado bien el golpe.

Dos azotes casi seguidos cayeron sobre mi vientre y mi culo. Gemí de pura frustración. Estaba descubriendo que los azotes intensificaban las sensaciones. Sin poder evitarlo, estaba retorciéndome, agitando las caderas y flexionando las rodillas para tratar de encontrar el punto donde el contacto con la cuerda era más intenso. El cinturón seguía incitándome. De alguna forma, me marcaba el ritmo que debía seguir. Lo tenía tan cerca que casi lo tocaba. Temblaba. Deseaba que la cuerda fuese más ancha, o tener las manos libres para poder llevármelas al coño, follarme, acariciarme el clítoris en condiciones… Lo que fuera con tal de dar el paso que estaba separándome del orgasmo.
Aunque la mordaza me impedía emitir sonidos coherentes, supliqué. No sabía muy bien lo que pedía, pero no podía parar. Poco a poco me acercaba al clímax. Sabía que lo tenía muy cerca, pero me faltaba un último impuso. Cada vez que adelantaba las caderas, trataba de hacerlo un poco más rápido, de llegar un poco más adelante, doblando las rodillas un poco más. La posibilidad de caerme había desaparecido totalmente de mi cabeza y todos mis pensamientos estaban centrados en el placer, en el que sentía y en el que sabía que tenía al alcance de la mano.
En un momento de lucidez, escuché a mi amo contando el vigésimo azote. En un momento, la situación cambió. El cinturón cayó sobre mi coño totalmente abierto en el momento en el que el roce de la cuerda era más intenso y me hizo gritar, un grito a medio camino entre el dolor y el placer. Era justo lo que me faltaba para abandonarme totalmente. Las oleadas de placer me recorrían mientras seguía moviéndome de forma convulsa. No recordaba haber disfrutado nunca de un orgasmo así.
Los azotes se sucedían, golpeando de lleno sobre mi coño empapado, llevándome cada vez más allá. Ahora eran cada vez más fuertes y más rápidos, pero no me importaba. Empecé a buscar el contacto del cinturón tanto como el de la cuerda, aunque casi no era capaz de coordinar movimientos. Me temblaban las rodillas. Los gemidos de placer se habían convertido en auténticos gritos. La bola de la mordaza me llenaba la boca y la saliva resbalaba cada vez más por las comisuras de mis labios. La sentía deslizarse por mi cuerpo, mojándome el cuello y el pecho.
Seguía gimiendo y temblando cuando los azotes pararon. Una orden de mi dueño me indicó que debía dejar de frotarme contra la cuerda. Lo intenté pero seguía estremeciéndome y, con cada temblor, volvía a sentir el roce que me llevaba un poco más allá. En un par de minutos, dejé de sentir la cuerda en el coño y mis brazos y piernas quedaron libres de las barras separadoras. Los brazos cayeron inertes a los lados del cuerpo y las rodillas me fallaron. Mi Señor me levantó en brazos y me acurruqué contra su pecho.

El calor de su cuerpo desnudo resultaba reconfortante, me hacía sentirme querida, mimada, apreciada. Se recostó contra el cabecero de la cama, cómodamente sentado, y me mantuvo sobre sus rodillas. Encajé un brazo en su costado, apoyé la cabeza sobre su hombro y descansé. Disfruté del momento. Me encantaba, estaba llena de su olor y su calor y ni siquiera tenía que moverme, sólo tenía que permanecer acurrucada contra él.
Con cuidado, desató la mordaza y me sacó la bola de la boca. Tragué saliva mientras respiraba hondo y movía la mandíbula como podía. Casi no necesité moverme para empezar a besar a mi amo y a lamerle el cuello en señal de agradecimiento. Me abracé a la cintura de mi Señor mientras él me acariciaba la espalda. Me relajaba, al tiempo que se las arreglaba para mantenerme excitada. Estaba cansada, pero no quería que acabase. Al parecer, mi Señor tampoco tenía ganas de parar.
Me tumbó sobre la cama y me estiró los brazos hacia atrás para atarme las muñecas juntas y sujetarlas al cabezal de la cama. Era metálico. Recordaba que me había fijado en él nada más entrar en la habitación, me encantaba el forjado. Automáticamente, me agarré a uno de los barrotes mientras mi amo me ataba las piernas. Me obligó a separarlas tanto como pude y sus manos se deslizaron por la parte interior de mis muslos, subiendo desde los tobillos y forzándolos un poco más, hasta el límite.
Luego me ató los pies a las patas de la cama. Intenté moverme un poco, sólo para ver hasta qué punto estaban tensas las ataduras. No tenían mucho margen, sólo un par de centímetros, pero por lo menos estaba cómoda. La almohada parecía blanda y tenía la altura perfecta, y la colcha resultaba deliciosamente fresca contra mi piel caliente. Me gustaba. Me froté ligeramente contra ella, disfrutando del contacto.

- "¿Te has quedado a gusto, perrita mía? Eso espero, porque a partir de ahora tienes prohibido correrte hasta que yo te lo permita. Quiero que me avises cuando estés a punto del orgasmo. ¿Lo has entendido, puta?".
- "Sí, amo. No me correré sin su permiso".

Mientras contestaba, uno de los dedos de mi Señor se clavó en mi coño. Se me escapó un gemido de placer. Seguía estando empapada y demasiado sensible. Instintivamente, me arqueé contra él, y el dorso de su mano se apretó contra mí, frotándome el clítoris. Contuve otro gemido mientras me daba cuenta de lo que buscaba mi amo, y me pregunté si sería capaz de aguantarme. Hasta el momento, nunca había tenido que contener un orgasmo. Era una experiencia nueva y no estaba segura de que fuera a gustarme.
La mano de mi Señor me abandonó y suspiré, no estoy segura de sí aliviada o decepcionada. Volví a relajarme sobre la cama, sin saber demasiado bien qué esperar, hasta que me llegó el sonido de un zumbido mecánico. Entonces, recordé el vibrador que había dejado sobre la mesa un par de horas antes. Tragué saliva, sabía que lo que venía a continuación iba a gustarme mucho, pero no tenía nada claro que pudiera evitar correrme. El volumen descendió hasta desaparecer, mientras esperaba.
Tensé el cuerpo, atenta al primer roce, que no llegó. El tiempo pasaba lentamente mientras esperaba. Los segundos, más que pasar, se arrastraban, parecían eternos. Suponía que era una estupidez, porque cuanto más tardase en tocarme, más tardaría en correrme, al menos eso pensaba. Y sin embargo no era así. Cuanto más esperaba, más excitada me sentía. Algo frío y vibrante me rozó el clítoris durante un momento y desapareció otra vez. El tacto de aquel pene de goma era mucho más frío de lo que esperaba, pero sentir cómo mi amo me acariciaba con él, el saber que era él el que lo usaba…

Mi Señor jugaba con el consolador frotándolo apagado contra mi coño, empapándolo con mis jugos y luego acariciándome las piernas con él. Lo encendía y lo rozaba contra el clítoris, acelerando la velocidad al máximo. Lo apretaba contra la entrada de mi vagina, sin dejar que entrara, y lo dejaba allí un rato, casi apagado, vibrando a un ritmo cansino. A veces se apartaba y lo dejaba encendido, con la base apoyada en la cama y encajado verticalmente en mi coño. Cada roce era más electrizante que el anterior.
Después de haber alcanzado el clímax cinco minutos antes creía que iba a aguantar más, pero no podía. Intenté todo lo que se me ocurrió para mantenerme fría. Respiré profundamente, tratando de relajarme, pero sólo sirvió para que las caricias de mi amo me afectasen más, para que sintiera cada roce con más intensidad. Traté de pensar en alguna otra cosa, en alguna situación que fuera cualquier cosa menos excitante. Tampoco dio resultado, no conseguí hilvanar más de dos pensamientos seguidos.
Antes de poder darme cuenta, estaba retorciéndome sobre la cama, con las manos aferradas al cabezal, intentando esquivar el vibrador... o quizás buscándolo. Realmente no lo sabía, pero en todo caso no era capaz de dejar de moverme. De suspirar pasé a gemir, y antes de poder darme cuenta, supe que si no paraba pronto de acariciarme no iba a tardar mucho en alcanzar mi segundo orgasmo.

- "Voy a correrme, amo, voy a correrme".

Empecé a repetirlo una y otra vez. Las palabras escapaban de mi boca sin que pudiera evitarlo.

- "¿Que vas a hacer qué, zorra?".

Su voz sonaba gélida. Hacía mucho rato que no la oía en aquel tono.

- "¿Quién te ha dado permiso, perra?".
- "Nadie, amo. Nadie me ha dado permiso".
- "Entonces..., ¿qué es lo que vas a hacer, guarra?".

Parecía distante, y se me hacía raro sentirme a mí misma tan caliente por lo que él estaba haciéndome y escuchar su voz en aquel tono, como si a él no le afectase. No dudé a la hora de responderle. Tenía la impresión de que realmente no estaba haciéndome una pregunta, y que sólo había una respuesta posible, por mucho que me costase.

- "Lo siento, Señor. No voy a correrme".

Las palabras me salían entrecortadas. No sabía cómo iba a conseguir realizar aquella hazaña, y mi dueño había escogido precisamente aquel momento para clavarme el vibrador hasta el fondo. Era imposible, completamente imposible que no llegase al clímax en cuestión de segundos. Pero él no tenía ganas de que el juego terminase tan pronto.
El consolador entró y salió en un solo movimiento, y se quedó fuera. El motor se apagó, y cuando dejé de oír el zumbido, se hizo el silencio en la habitación. Lo único que escuchaba era el sonido de mi respiración mientras mi cuerpo seguía temblando sobre la cama. Poco a poco, empecé a relajarme otra vez, lo justo para dejar de gemir y de retorcerme, pero aun así no dejaba de estremecerme.
La calma no duró mucho. Esta vez, el vibrador no se limitaba a jugar fuera de mí. Mi Señor lo empujaba dentro, unas veces hasta el fondo y otras poco más que unos centímetros. A veces lo movía como si quisiera clavármelo, metiéndolo y sacándolo con fuerza, y otras se limitaba a un suave balanceo. Con el tapón bien metido en el culo, me sentía completamente llena. Se rozaban dentro de mí, y cada movimiento del vibrador hacía que me sacudiera.
Otra vez empecé a acompañar sus movimientos con el cuerpo, pero no era capaz de hacerlo de forma satisfactoria, su ritmo cambiaba demasiado y demasiado a menudo.

- "Por favor, amo. Por favor, amo... por favor".

Sabía que dependía de él. Si no volvía a parar pronto, no había forma humana de que yo pudiera contenerme mucho más.

- "¿Por favor qué, perra?".

Seguía sonando distante, pero también ligeramente divertido.

- "¿Tienes ganas de correrte, ¿verdad? Es una auténtica pena que tengas que aguantarte, pero no tienes permiso, puta".

Intenté resistir un poco más, pero era inútil. Otra vez gemía y me retorcía sobre la cama, suplicando. Me abandonaba al placer cuando volvió a dejar de tocarme. Esta vez me costó mucho más tranquilizarme. Me sentía sudorosa, pegajosa, y tenía el coño tan mojado que me empapaba las piernas.
Volvió a la carga en cuanto volví a estar relativamente tranquila. Esta vez jugaba con el tapón anal. Lo sujetó por la base y tiró de él con suavidad, pero sin aflojar la tensión hasta que empezó a salir. Resultaba algo incómodo, pero no tanto como yo esperaba. Al mismo tiempo, volvió a meterme el vibrador hasta el fondo, haciéndolo funcionar a toda potencia.
Durante un rato, mi Señor jugó con las dos pollas, frotándolas una contra otra a través de la membrana que las separaba. Hacía que una entrara mientras la otra salía, o las metía y las sacaba juntas. La tortura duró un buen rato. Me excitaba hasta hacerme suplicar, hasta que conseguía que le rogara que me permitiera correrme, retorciéndome y aferrándome a las cuerdas que me sujetaban las muñecas. Luego se paraba y esperaba a que me enfriara un poco para volver a empezar un poco después, excitándome más y más rápido.

Durante una de estas pausas, me pareció notar un olor extraño, a algo que se quemaba. Lo descarté, pensé que debía venir de fuera y, a pesar de que seguía sintiéndolo, lo ignoré. Sin embargo, no tardé en darme cuenta de que no era así. El tapón anal volvía a estar firmemente instalado en mi culo y el vibrador, apagado, ocupando totalmente mi vagina, esperaban a que mi Señor volviera a utilizarlos cuando un chorro de algo caliente cayó entre mis pechos.
Recordé el olor a quemado y supuse que había una o varias velas encendidas sobre la mesilla. La impresión me arrancó un grito. Fue sólo eso, la impresión del calor sobre mi piel. No duró lo suficiente como para que sintiese dolor. Al contacto con mi cuerpo, la cera se enfriaba casi al momento, y lo único que permanecía era la sensación de tirantez y el pegote sobre la piel cuando me movía.
Esperaba la siguiente salpicadura cuando un cubito de hielo empezó a girar alrededor de mi pezón derecho. A medida que se iba derritiendo, las gotas de agua helada resbalaban entre mis pechos y hacia mi estómago, entre las salpicaduras de cera. De un pezón pasó al otro y luego desapareció. Definitivamente, prefería la cera. La primera sensación era más impactante, pero pasaba muy rápido, mientras que el hielo me provocaba estremecimientos y, de alguna forma, la impresión duraba más.
El siguiente chorro de cera fue mucho más largo y cayó sobre mi estómago, trazando una línea que iba desde la base de mis pechos hasta el ombligo. Otra vez se me escapó un grito entrecortado con el primer golpe de claro sobre la piel, pero la cera no tardó en enfriarse. A intervalos irregulares, siguió vertiendo cera sobre mi piel, y cada vez yo volvía a saltar sin poder evitarlo. Sabía que era una tontería, porque había comprobado que realmente no me hacía daño, pero no podía evitar tensarme mientras esperaba, y dar un respingo cuando volvía a sentirlo.
Otro cubito de hielo fue a parar a mi ombligo y se quedó allí. Involuntariamente, me moví e hice que cayera. Una palmada en mis muslos me dejó claro que tenía que estarme quietecita, y al momento el hielo volvió a su sitio. Prácticamente podía notar cómo se iba derritiendo, y como el agua fría se deslizaba sobre mi piel, hacia los costados.
Empezaba a sentirme incómoda y muy fría cuando la lengua de mi amo en mi coño hizo que todo cambiase. Frío y calor se mezclaron dentro de mí, haciendo que mi nivel de excitación volviera a dispararse. No recordaba que nadie me hubiera lamido nunca de aquella manera. Era delicioso, húmedo, caliente, aplicando la presión justa. Rodeaba la base del tapón anal y del vibrador, deslizándose entre los labios de la vagina y rodeando el clítoris, aplicándole lametones rápidos y continuos con la lengua rígida.

Ahora, cuando parecía que estaba a punto de correrme, mi dueño se limitaba a hacer caer otro chorro de cera sobre mis pechos, o a colocar otro cubito de hielo en cualquier otra parte de mi cuerpo. Sólo con eso conseguía que me contuviese un rato más. Se deleitaba en mi coño, lamía la parte interna de los muslos y luego subía para succionar mis jugos.
Sin embargo, lo bueno no suele durar y, cuando se cansó de chupar, mi amo empezó a aplicarme el hielo y la cera en el coño. Las primeras gotas de cera en un punto tan delicado me provocaron un ataque de pánico. Sin embargo, al calor le seguía de inmediato el hielo, aliviando las primeras punzadas de dolor sobre la piel sensible.
Cuando menos lo esperaba, el juego terminó definitivamente y me encontré arrodillada sobre la cama, con las manos otra vez atadas a la espalda. No tuve claro qué era lo que mi Señor deseaba de mí hasta que se colocó a mi lado. Encendió el vibrador, dándole la máxima potencia, y fue sacándolo lentamente. Lo apagó en cuanto estuvo fuera y empezó a tirar del tapón anal.
De pronto me sentí vacía, muy vacía, e incluso más indefensa que antes. La frustración, sin embargo, se convirtió en expectación cuando mi amo se tumbó a mi lado sobre la cama. Su pierna caliente se apretaba contra mí y una de sus manos se apoyaba en el pliegue de mi pierna.

- "Bueno, puta, ahora voy a meterte una polla de verdad".

Durante un momento casi ni me lo creí, y luego dudé. No estaba segura de si debía tomar la iniciativa o limitarme a esperar.

- "¿A qué estás esperando, perra? ¡Clávatela hasta el fondo en ese culo de puta que tienes!".

Resultaba complicado sin poder verle ni tocarle, pero no esperé ni medio segundo. Me giré hasta quedar frente a mi Señor y luego volví a girar, aunque esta vez levantando la pierna hasta quedar montada a horcajadas sobre él. Balanceé las caderas tentativamente, deslizándome sobre él hasta acabar apoyando la punta de su polla entre mis nalgas. Con cuidado, empecé a descender, pero resbaló y acabó deslizándose hacia mi espalda. Volví a intentarlo con idénticos resultados. La tercera, sin embargo, fue la vencida.
Esta vez, mi amo tuvo compasión de mí, me separó un poco más las nalgas con una mano y empujó la punta de su verga dentro de mí. Luego volvió a quedarse quieto y fui yo la que empezó a moverse. Descendí hasta que la tuve dentro por completo, con sus huevos apretándose contra mi culo. Su tacto dentro de mí era deliciosamente cálido después del frío del tapón anal.
Empecé a moverme, buscando un ritmo cómodo. Mi Señor me dejó hacer durante un rato, pero pocos minutos después volvió a tomar el mando. Sus manos azotándome, golpeando mi culo más o menos rápido y con más o menos fuerza, me indicaban el ritmo que debía seguir. Me aceleraba más y más, jadeando y gimiendo de placer. Por primera vez no necesitaba esforzarme demasiado para poder escuchar su respiración acelerada, y eso me espoleaba. Necesitaba hacer que gozara. Gran parte de mi placer venía del suyo y deseaba poder darle más y más.
Gimió por primera vez y me ordenó parar. Deseé poder protestar. Las palabras casi se escaparon de mis labios. ¿Por qué iba a querer detenerse ahora?. Sus manos en mis caderas me levantaron y me obligaron a moverme poco más que unos centímetros hacia delante para después empujarme hacia abajo con fuerza. Grité de placer mientras su polla se clavaba bruscamente en mi coño.

Instintivamente, empecé a contonearme sobre él. Esta vez él tampoco se contenía, y sus gemidos resonaron con fuerza en la habitación. Sus azotes y la forma en que sus manos apretaban mi culo después de cada golpe me excitaban incluso más. Seguía sin tener permiso para correrme, pero tampoco me importaba, estaba disfrutando de la situación lo suficiente como para que no me preocupara afrontar las consecuencias.
Bruscamente, mi Señor desató la venda que me tapaba la vista. La habitación estaba iluminada sólo por la luz que entraba por la ventana. Empezaba a oscurecer y era cada vez menos, pero aun así tuve que parpadear, medio deslumbrada. En cuanto mis ojos se acostumbraron a la luz, mi mirada se dirigió automáticamente hacia abajo. Los ojos de mi Señor estaban clavados en los míos.
- "¡Córrete ahora, zorra!. ¡Hazlo!".
No podía apartar la vista. Su mirada me envolvía. Sus ojos sólo se cerraban de vez en cuando con algún gemido de placer especialmente intenso, y su cara lucía una sonrisa satisfecha. Sus manos dejaron mi culo y subieron hasta mis pechos. Apretó mis pezones con todas sus fuerzas mientras inclinaba la cabeza hacia atrás. Su grito de placer y la vista de su cara durante el clímax me hicieron llegar al orgasmo sin dejar de mirarle.
Disfruté tanto de mi orgasmo como de su expresión de placer y de su sonrisa de propietario complacido, cuando me incliné para besar su pecho y su cuello. Me desató las manos y me hizo apoyarlas sobre el colchón antes de abrazarme y besarme los labios. El beso se volvió cada vez más intenso mientras mi Señor me hacía girar sobre la cama hasta quedar sobre mí.

Sin darme tiempo a abrazarlo, se levantó y me hizo ponerme de pie a su lado. Me temblaban las rodillas mientras le seguía hasta el baño. Disfrutando del agua caliente de la ducha, intenté enjabonarle, pero no me lo permitió. Fue mi Señor el que se dedicó a lavarme con suavidad, despegando de mi cuerpo todos los restos de cera, masajeando con cuidado las zonas en las que mi piel parecía más enrojecida.
Pronto volvía a estar sobre la cama, cómoda y calentita, acurrucada contra mí amo. Lo último que oí antes de quedarme dormida fue la voz de mi Señor diciéndome que podría aprender, que si ponía atención y me esforzaba acabaría convirtiéndome en una buena perra.
Supe que aquella tarde había sido todo lo que yo esperaba. Superaba con mucho todas mis fantasías y mis expectativas. Me dormí esperando ansiosa el momento de volver, sabiendo que después de aquella primera sesión habría muchas otras.


Licencia de Creative Commons

Ojos vendados es un relato escrito por Sonia VLC publicado el 02-03-2021 02:31:18 y bajo licencia de Creative Commons.

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